El ejercicio de la propiedad

Publicado en Revista Hacer Empresa

Coautor: Ignacio Munyo

Las empresas propiedad del Estado uruguayo no solo son una parte enorme de la economía nacional sino que además se han convertido en foco de atención por los escándalos mediáticos y judiciales que han cristalizado en los últimos tiempos. Si bien cada realidad es diferente, a partir de la investigación realizada sobre las prácticas de Gobierno Corporativo en tales instituciones se ha podido concluir que la piedra angular donde residen la mayor parte de las causas de los malos resultados e ineficiencias no es otra que el equivocado, o inexistente, ejercicio de la propiedad. Entender los fundamentos de este diagnóstico seguramente contribuya a encontrar soluciones reales y no simples retoques pasajeros.


En una economía de mercado la existencia de la empresa está signada por la presencia de algunos roles imprescindibles. En primer lugar, un  propietario (accionista) que tiene un interés concreto en los resultados de la empresa. En segundo lugar, el directorio, que es elegido por el accionista con el fin de que la empresa alcance los objetivos definidos en el contrato fundacional o en posteriores decisiones del accionista. El directorio actúa fiduciariamente en nombre del accionista con la responsabilidad de hacerse cargo de las funciones de gobernar la empresa y monitorear a los gerentes. Usualmente le toca elegir al principal ejecutivo de la empresa, definir políticas de funcionamiento, aprobar y monitorear la estrategia y supervisar y retribuir al ejecutivo principal. Por último está el ejecutivo principal que es responsable de la gestión de la empresa.

Estos tres roles son pacíficamente aceptados como elementos fundamentales de la actividad empresarial. Esto se evidencia cuando se analiza la definición de gobierno corporativo como el conjunto de procesos, mecanismos y reglas del juego establecidos entre los propietarios, el directorio y la administración (el ejecutivo) para dirigir la empresa, alcanzar los objetivos planteados, generar valor sostenible en el tiempo para sus accionistas y responder a los legítimos requerimientos de otros grupos de interés (Enrione, 2014).

La propiedad: Un concepto elusivo

Según Berle y Means (1932) el advenimiento de las grandes corporaciones con una enorme atomización del capital accionario derivó en que ningún accionista considerado por sí solo encontrara los incentivos suficientes para ejercer la tarea de supervisar la marcha de la empresa, lo que derivó en un problema que posteriormente Jensen y Meckling (1976) estudiaron bajo el nombre de Teoría de la Agencia. Unos años después, Fama y Jensen (1983) fueron más explícitos con la raíz del problema: “Estamos preocupados con la supervivencia de las organizaciones en las cuales agentes que toman decisiones importantes no se llevan para ellos una parte sustancial de los beneficios de sus decisiones”. Este mismo problema se traslada a las empresas de propiedad estatal más allá de que su propiedad esté representada por acciones o que esté definida por un estatuto especial que asigna los derechos de propiedad a alguna entidad estatal.

La relación transitiva es válida ya que el origen del Problema de Agencia está presente de la misma forma. Una relación de agencia es un contrato bajo el cual una o más personas —el o los interesado(s)— contrata(n) a otra persona —el agente— para realizar algún servicio en su beneficio que implica delegar en el agente la autonomía de tomar algunas decisiones (Jensen y Meckling, 1976). Un ejemplo típico es el conocido como “ticket en business class” por el cual un gerente —el agente— opta por viajar en un asiento de mayor precio, sin que esto repercuta en un beneficio para la empresa, debido a que se beneficia personalmente de la comodidad y, a la vez, no incurre personalmente en los costos marginales del pasaje.

En las empresas del Estado en Uruguay el directorio es fácilmente identificable con el agente del ejemplo anterior a la vez que no queda claro quién debe ser identificado con el interesado. Nótese que así como en la empresa el problema se crea por la extrema dispersión de la propiedad del capital accionario, en el sector público el mismo efecto se da por la falta de definición de quién es el propietario. Si por propietario (interesado) entendemos al jefe del Gobierno, se vuelve evidente que en realidad no se trata de un propietario real sino que no es más que un agente de segundo grado. Esto es, si el interesado se caracteriza por ser una persona que goza o sufre el cien por ciento de las consecuencias de sus decisiones, evidentemente un jefe de Gobierno no merece esta denominación.

Según la OCDE, el Estado ejerce la propiedad de sus empresas en beneficio del público en general (OECD, 2014). Por lo tanto, ese público en general que ha elegido al jefe de Gobierno es quien debe ser considerado como interesado. Así es que en las empresas del Estado lo que en realidad tenemos es una doble relación de agencia, donde el interesado (el público en general) delega en un agente (el jefe de Gobierno) la toma de decisiones necesaria para que la empresa del Estado alcance los objetivos que el público general habrá decidido, en algún momento del pasado, que a través de los mecanismos constitucionales deben ser alcanzados. Sin embargo, el agente (el jefe de Gobierno) delega su autoridad para tomar decisiones en la gestión de la empresa del Estado en otro agente (el directorio).

Al final, si se unen las puntas de la cadena de autoridad, el problema definido en Berle y Means (1932) se reproduce: ningún ciudadano (accionista) considerado por sí solo encontrará los incentivos suficientes para ejercer la tarea de supervisar la marcha de la empresa. Este problema también está mencionado por la OCDE: las dificultades del gobierno corporativo derivan del hecho de que la responsabilidad por los resultados de las empresas de propiedad del Estado involucran una cadena compleja de agentes (gerentes, directorio, entidades que detentan la propiedad, ministros, el gobierno), sin identificar claramente a los interesados (OECD, 2014).

Propiedad y eficiencia

Alchian y Demsetz (1972) afirman que la razón de ser de la empresa radica en la existencia de un grupo de personas que trabajando conjuntamente obtienen un resultado mayor a la suma de los producidos por cada uno de los miembros del equipo trabajando por separado. Por ser este trabajo conjunto, suele ser muy difícil de identificar el producido por cada uno de los individuos por separado. Cuando se dan estas condiciones, Alchian y Demsetz (1972) afirman que existe un equipo de producción, el cual necesita de la cooperación inteligente para obtener resultados en forma eficiente. Los incentivos individuales deben estar, por tanto, basados en alguna medida del esfuerzo o la diligencia de los trabajadores (Milgrom y Roberts, 1993).

Hasta aquí podría no haber empresa. El conjunto de los miembros del equipo cooperan interesadamente entre ellos, y lo hacen en forma sostenida en el tiempo, debido a que de esa forma son conscientes de que lograrán un resultado mayor al que conseguirían por otro camino. El concepto de empresa aparece cuando reflexionamos acerca de la segunda condición necesaria: medir con precisión el aporte individual de cada miembro del equipo. La carencia de esta medición incrementa la posibilidad de que algún miembro no cumpla con su deber. En otras palabras, que incurra en un comportamiento oportunista[1]. La simple duda de que esto suceda quizás desanime a aquellos miembros que saben que pueden hacer un aporte importante, desestimulándose para hacer su mayor esfuerzo; observándose una producción inferior a la que podría haber sido, perdiendo el conjunto y cada uno de los miembros por separado.

Ante esta realidad, son los propios miembros del equipo que buscarán algún camino para reducir la posibilidad de que uno o más miembros incurran en comportamiento oportunista. Es aquí donde aparece la necesidad de una jerarquía (una empresa), que se concreta a través de la asignación a un miembro del deber de vigilar a los otros para que no eludan su responsabilidad. Pero, ¿quién supervisa a los supervisores? Achian y Demsetz (1972) proponen que en un cierto lugar de la escala de supervisores habrá que optar por un mecanismo diferente. Esta solución original radica en utilizar los derechos de propiedad. Asignando al supervisor, o al supervisor final, los derechos de propiedad de los beneficios residuales, todo aquello que queda sobrante una vez se ha pagado a todos los demás miembros del equipo de producción. Estos derechos de propiedad no solo dan derecho a los beneficios residuales, sino también a observar el trabajo de los miembros del equipo, que es propiamente el trabajo de los supervisores.

Así se llega a que estos derechos de propiedad definen la propiedad de la empresa. Que no es más que la propiedad sobre el derecho a controlar (a contratar, despedir, promocionar, cambiar, renegociar) y el derecho a gozar de lo que sobre, si es que sobra. Desde este punto de vista, para que una empresa pueda cumplir su papel en la sociedad con eficiencia parece necesario que alguien detente los derechos de propiedad.

El ejercicio de la propiedad en las empresas del Estado uruguayo

En el ordenamiento jurídico uruguayo todas las empresas del Estado tienen definidos sus fines, competencia y régimen en la respectiva ley orgánica que le dio origen, sin perjuicio de las normas generales contenidas en la Constitución o por vía legal. La Constitución indica que la fijación de las políticas sectoriales que habrán de seguir las empresas del Estado corresponde al Poder Ejecutivo (el jefe de Gobierno), que dispone de distintos instrumentos para el control de su correcta ejecución.

De alguna forma, es el Poder Ejecutivo el que parecería ser la entidad que detenta la propiedad de las empresas del Estado. Sin embargo, no hay una clara definición de que sea el Poder Ejecutivo quien actúa como “propietario” sino que solo actúa como tal al determinar las políticas sectoriales (que no obligan pero responsabilizan en caso de desvíos relativos a lo comprometido) y cuando designa a las personas que van a actuar como directores.

Una vez que esto ha sucedido, desde el punto de vista formal, la propiedad de la empresa del Estado recae en el directorio. A menos que el Poder Ejecutivo remueva al directorio, la autonomía del director es total, no existiendo la figura del accionista desde el punto de vista práctico que antes se ha visto como condición necesaria para la eficiencia de la empresa. Más aún, si uno se preguntara quién asume las responsabilidades que le caben al accionista, la respuesta debería ser el directorio. Pero esto tiene una serie de inconvenientes prácticos. En Uruguay los directores tienen mandatos acotados a los periodos presidenciales. Por lo tanto, su horizonte para toma de decisiones no suele superar los cinco años, lo que hace que en decisiones de largo plazo como las que deben considerar las grandes empresas de propiedad estatal, usualmente en sectores de infraestructura, sea insuficiente.

Así como en la empresa privada quien sufre las presiones de resultados a corto plazo es el principal ejecutivo, y los directorios se mantienen en el tiempo con lo que aportan una visión de largo plazo en las decisiones estratégicas, en las empresas del Estado, los directores se encuentran en una situación similar a los ejecutivos en el sector privado, por lo que es vital que alguien cumpla el papel de cuidar el largo plazo. Si en el sector privado este recae en los directores como fiduciarios de los propietarios, en las empresas del Estado debería caer en alguna entidad que asuma tal responsabilidad.

La OCDE propone que el ejercicio de los derechos de propiedad debe estar claramente identificado dentro de la administración del Estado. Textualmente establece que el ejercicio de los derechos de propiedad debe ser centralizado en una única función propietaria o, si esto no fuera posible, llevarse adelante a través de una entidad coordinadora. La entidad que detente la propiedad debe tener la capacidad y las competencias para cumplir con sus deberes (OECD, 2014).

En definitiva, los directores de las empresas del Estado solo pueden ser responsables de cómo disponen de los bienes propiedad de esa empresa, pero no pueden ser asimilados como accionistas debido a que no tienen los derechos políticos (en particular, enajenar la acción) y económicos (en particular, cobrar dividendos) de los accionistas y por lo tanto se estaría haciendo una asignación de responsabilidades desbalanceada con la autonomía que tienen (Vancil, 1978). Es necesario que en la empresa del Estado alguien actué como accionista, pues no alcanza con que el director sea el máximo responsable y asuma las responsabilidades de accionista.

La entidad que asume los derechos de propiedad debe ser responsable ante los cuerpos representativos (de la ciudadanía) tales como el parlamento y tener definido claramente el relacionamiento con las entidades públicas relevantes, incluidas las entidades de contralor del Estado (OECD, 2014).

 

REFERENCIAS
  • Alchian, A. y Demsetz, H. (1972), “Production, information costs, and economic organization”, American Economic Review 62 (5): 777-795
  • Enrione A. (Ed.) (2014), “Directorio y gobierno corporativo”, Santiago: ESE Business, Universidad de los Andes.
  • Berle, A. y Means, G. (1932), “The modern corporation and private property”, New York: MacMillan.
  • Fama, E. y Jensen, M. (1983), “Separation of ownership and control”, Journal of Law and Economics 26(2): 301-325.
  • Jensen, M. y Meckling, W. (1976), “Theory of the Firm: managerial behavior, agency costs and ownership structure”, Journal of Financial Economics 3(4): 305-360.
  • Milgrom P. y Roberts, J. (1993), “Economía, organización y gestión de la empresa”, Barcelona: Ariel.
  • OECD (2014), “OECD guidelines on the corporate governance of state-owned enterprises”, OECD Publishing.
  • Vancil, R., y Buddrus, L. (1978), “Descentralization: managerial ambiguity by design”, Homewood Illinois: Dow Jones Irwin.

[1] Milgrom y Roberts (1993) definen comportamiento oportunista como un proceder dirigido por el

propio interés sin las restricciones impuestas por consideraciones morales o éticas.

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