Costo político, esa mala palabra

Publicado en Revista Hacer Empresa


Qué es el costo político y cómo se identifica a la hora de tomar de decisiones. Anécdotas y ejemplos para definir un costo no siempre ponderado, pero siempre presente.


—No entiendo cómo Juan no toma la decisión de cerrar la división Nortesur. Hace meses que hemos visto que no tiene sentido mantenerla dada la circunstancia que estamos viviendo. Me cuesta creer que Juan no lo vea, lo hemos hablado una y mil veces.

—Juan lo tiene muy claro. Pero es una decisión complicada.

—¿Complicada? No veo por qué. Es muy claro que cerrarla es lo correcto, lo mejor para todos.

—Estoy de acuerdo, pero, aunque sea la mejor opción, es una decisión que para Juan conlleva un cierto costo político y…

—¿Qué? ¿Vos también con esas cosas? Creí que estábamos en una empresa privada, que eso del costo político era una plaga de los políticos, que todo el tiempo están mirando parecer simpáticos o si pierden un voto por allá u otro por acá.

—Si no lo ves problema tuyo. Pero el que decide acá es Juan, y el que tiene que seguir tomando decisiones en el futuro es él, no vos. Me gustaría verte en el lugar de él. O pensándolo mejor, prefiero no verte…

El diálogo que antecede es ficticio, aunque se ha dado infinidad de veces. El concepto costo político es casi una mala palabra, o sin casi. Quienes son sospechados de medirlo y considerarlo en sus decisiones de dirección o gobierno suelen ser tachados de politiqueros, o directamente corruptos. Sin embargo, aunque todo el mundo cree saber qué es el costo político muy pocos se han tomado el trabajo de reflexionar acerca de lo que significa, de lo que incide en el buen gobierno y, principalmente, de lo dañino que puede ser para una gestión profesional ignorarlo.

Público y privado

En primer lugar, es necesario comprender que el costo político, como todo costo, siempre está asociado a una decisión. Lo que tiene costo no son las cosas sino las decisiones. Por tal motivo, cuando hablamos del costo político de una decisión nos estamos refiriendo a ciertas consecuencias que pueden surgir de una alternativa concreta por la que se opte. Estas decisiones, que conllevan consecuencias que se transforman en un costo político, están presentes tanto en el sector público como en el privado. En lo más mínimo el costo político es solamente la pérdida de votos en el parlamento o la disminución de apoyos en las urnas en un futuro. Un gerente, cuando analiza si lanzar el producto A o el B, además de consecuencias financieras, económicas, estratégicas, de riesgo y mil más, muy probablemente deba hacer el esfuerzo de anticipar si no puede haber consecuencias que afecten su capacidad de tomar decisiones futuras. En tal caso, estaría obligado a medir los costos políticos de la alternativa que está considerando. Y si no lo hiciera, pecaría de negligente.

Algunos apuntes de cómo se decide (o de cómo se debería decidir)

De forma rápida, vale la pena detenerse en que el acto de decidir es lo más intrínsecamente humano que uno se puede imaginar. Decidiendo —no simplemente haciendo— es cómo ejercemos la capacidad que más nos distingue como seres humanos: la libertad. Tomamos muchas decisiones a lo largo de nuestra vida. Siempre lo hacemos buscando algún fin, pues caso contrario no vale la pena decidir. La dificultad radica en que decidir bien está asociado a alcanzar los fines que como decisor se buscan. Pero aunque entre A y B uno elija A pues cree que lo acerca más a X, junto a X vienen las consecuencias Y y Z que no hacen al decisor nada feliz. Por ejemplo, usted tiene dos jefes de área muy eficientes y competentes. Tiene que elegir a uno para que se haga cargo de un proyecto muy importante. Analiza las capacidades de cada uno de los jefes con mucho detenimiento y llega a la conclusión de que el indicado es Pedro. Javier, el otro jefe, también es muy competente, usted está seguro y así se lo hace saber, que tendrá muchas oportunidades en el futuro, que su trabajo es muy valioso para la firma y mil cosas más. Al otro día, al llegar a la empresa se entera de que Javier renunció. ¿Por qué? Vaya uno a saber. Quizás se molestó, se desanimó o simplemente se aburrió. Muy probablemente Javier tomó una decisión equivocada, pero, sea lo que sea, a usted le ha causado un perjuicio. Usted necesita a Javier más allá de que está convencido de que al frente del proyecto lo mejor es colocar a Pedro. Pregunta: ¿nombrar a Pedro ha sido una buena decisión? La respuesta es que quizás ha sido la decisión correcta, pero seguro no ha sido la acertada. Correcta es si en el análisis previo usted analizó todas las posibles consecuencias de la alternativa de elegir a Pedro. Incluso estimó la eventual renuncia de Javier y valoró si, con tal costo, la alternativa de nombrar a Pedro seguía siendo la mejor. En resumen, usted logró el resultado buscado, pero con un costo no deseado —perder a Javier— que quizás hace que la situación final no sea suficientemente buena, no sea la acertada.

Una consecuencia llamada costo político

Definiremos el costo político como el impacto negativo que una alternativa puede llegar a tener en la capacidad futura del decisor para tomar decisiones. Ejemplos hay muchos y cercanos. Por ejemplo, en lo público, un gobernante decide enfrentar a un sindicato que está llevando adelante una medida de ocupación. Es muy razonable que el apoyo que necesita tener de ese mismo sindicato para decisiones futuras le dificultará hacer hoy lo que entiende que debe hacer. Un gerente en una empresa privada decide despedir a un subalterno que está trabajando mal pero que es muy querido por el resto del personal. Aunque todos comprenden las razones del despido, sentimentalmente les impacta, por lo que el gerente sabe que si en el corto plazo debe tomar alguna decisión difícil que necesite de la cooperación de los miembros de su equipo, quizás como consecuencia del despido de hoy no tenga mañana todo el apoyo que para hacer lo que pretende necesitaría.

Una anécdota real

Hace ya muchos años tuve la ocasión de conocer de primera mano una anécdota que ejemplifica muy bien lo que estoy pretendiendo explicar.

Una empresa en la que la propiedad estaba muy atomizada, más de cien accionistas con derecho a voto, eligió un directorio joven y profesional, con muy buena capacidad técnica. La dirección anterior había sido muy descuidada y había muchas cosas que arreglar. Como siempre, algunas eran más relevantes que otras. Sin embargo, estos jóvenes directores decidieron ir a por todas. Arreglar y corregir todo lo que consideraban estaba mal pues se sabían muy profesionales y de esa forma deseaban trabajar. Unos meses después, mientras iban corrigiendo muchas cosas relevantes, uno de los más viejos en el grupo comentó que le parecía que se estaban pasando un poco. Según él, en un par de ocasiones habían —como directorio— tomado alguna decisión que aunque correcta había molestado seriamente a personas con llegada a accionistas importantes. En su opinión había que ponderar las batallas a combatir, pues en caso contrario arriesgaban innecesariamente, aun haciendo una buena gestión, el apoyo político de los accionistas. De más está decir que su comentario fue despreciado por el resto. Todos entendieron que ese tipo de ponderación estaba fuera de lo profesional y de la nueva cultura que querían implementar en la empresa. Si la gestión era buena los accionistas los apoyarían. Un cierto tiempo después, durante una buena gestión que poco a poco iba dando sus frutos, la mayoría de los accionistas les retiró el apoyo. Muchas cosas buenas quedaron a medias, muchos buenos proyectos e ideas inconclusos. En definitiva, fracasaron como directores.

Características de las decisiones con costos políticos

Para comprender mejor cómo detectar decisiones con alto costo político podemos remitirnos al caso Toma de decisiones en situaciones de crisis: El caso de la aftosa en el Uruguay (ASN-003-2001). En ese caso de estudio se narra que en los meses previos a la crisis por la aparición de animales portadores de la enfermedad se sospechaba con bastante certeza que del otro lado del río Uruguay el virus campeaba a sus anchas más allá de que las autoridades sanitarias argentinas negaban su presencia. Al acercarse el comienzo de la Semana Santa, una entidad vinculada al negocio de la lechería solicitó al gobierno uruguayo que cerrara los puentes binacionales con el fin de reducir el riesgo de que los visitantes trajeran con ellos el virus. Si imaginamos que el gobierno tomó en serio el planteo debemos hacer el esfuerzo de reproducir la forma en que debieron de haber razonado.

En primer lugar, dos alternativas: cerrar o no los puentes. Si los cierran pueden pasar dos cosas que como gobierno no controlan: el virus puede no aparecer en territorio nacional o de todas formas puede llegar a presentarse. De la misma forma, si no los cierran quizás haya suerte y el virus no pase, o pese a todo el virus igual aparezca infectando al ganado. Más allá de las incertidumbres que no pueden evitarse, lo que es seguro para el decisor es que si como gobierno decide cerrar los puentes recibirá muchas críticas de turistas, negocios fronterizos, medios de transporte, sector hotelero, público en general. Todos los perjudicados por no poder cruzar al otro lado criticarán y harán ruido. Difícil que alguien salga a defender la medida desde el pueblo llano. Este ruido crítico es un costo para un político, para cualquier gobierno que deba actuar. Para peor, incluso cerrando el pasaje y aceptando encajar el costo, el pobre gobernante puede llegar a tener que enfrentar los daños propios de la entrada del virus. O quizás el virus no entra al país. Esto significaría que se alcanzó el éxito buscado. ¿Pero cuándo se festeja? ¿Cuándo se destapa la botella? La respuesta es nunca. Cada día que amanece el virus puede entrar, por el río o por donde sea, por lo que, si opta por este camino, lo único seguro es que el gobernante se hará acreedor de las críticas por su decisión, pero nunca podrá saborear las mieles del éxito.

Por el contrario, si decide no cerrar los puentes al menos no habrá ruido, que no es otra cosa que costo político. Quizás incluso hasta tenga suerte y el virus no invada la patria. O quizás ingrese al rodeo nacional, pero al menos no habrá tenido los costos políticos que antes señalamos. En definitiva, si elige cerrar habrá costos seguros y nunca éxitos cosechables. Si decide no cerrar, se salva de los costos políticos y hasta quizás tiene suerte de no convivir con la aftosa, o el virus entra y en tal caso el daño económico le afecta, pero al menos no el ruido por su decisión de cerrar los puentes.

En definitiva, a menos que la probabilidad de que el virus no entre asociada a la decisión de cerrar los puentes sea altísima, o que el daño por la entrada del virus sea inaceptable, casi cualquier político optara por no implementar la medida. Esta anécdota puede servir de moraleja para casi cualquier decisión, en lo privado o en lo público, en la que el esfuerzo de la siembra sea para el decisor, pero el goce de la cosecha sea para otros que habrán de venir.

Cuando hablamos de decisiones de prevención muchas veces caemos en situaciones que se enmarcan en lo que la anécdota anterior pretende ejemplificar.

Reflexión final

El costo político existe y merece ser analizado. Los que lo hacen suelen tener más probabilidades de evitar un error muy típico en los malos directivos: pelear cuanta batalla se les pasa por delante, sin darse cuenta de que lo fundamental es elegir cuáles pelear para que el costo político necesario e inevitable sea el mínimo posible. Siguiendo con la misma lógica, un buen directivo evita lo más posible incurrir en estos costos, para acumular capital político y utilizarlo en decisiones con resultados poco visibles o de muy largo plazo; decisiones que justifican en su plan de gobierno gastar todo ese capital que tan prudentemente ha construido. Para qué otra cosa están los ahorros sino para gastarlos en algo que valga la pena.

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