Guerra en Europa


Un verano caliente

El teniente Hermann Aldinger observaba a través de sus binoculares la actividad que se desarrollaba en la azotea de Telefónica. Era evidente para él que el enemigo estaba usando al edificio más alto de España como puesto de observación. Aldinger estaba a cargo de una batería de cuatro piezas del 88 que formaba parte de la Legión Cóndor, una unidad de “voluntarios” que Hitler había enviado a España para apoyar el levantamiento de los nacionales de Franco. Los cañones de Aldinger estaban destinados al ejército que sitiaba Madrid por lo que la batería bombardeaba diariamente las defensas de la ciudad. Al joven teniente le pareció lo más sensato cañonear el piso superior del edificio de la Gran Vía, y así lo hizo. Enorme fue su sorpresa cuando a la mañana siguiente el comandante supremo de la Legión Cóndor se presentó en su posición. El motivo no era otro que ordenarle que “dejara en paz aquel edificio”. La razón, según le dijo su superior a un incrédulo Aldinger, era que Londres había hecho llegar quejas políticas a Berlín por el cañoneo de un bien de la compañía IT&T.

Esta anécdota está recogida en La guerra apasionada, un libro escrito por Peter Wyden que narra en forma amena y bastante equilibrada lo que se conoce como la Guerra Civil española, sucedida entre 1936 y 1939. Si bien el libro lo debo haber leído no menos de veinticinco años atrás, siempre recordé la anécdota. La asociaba con la imagen de caos e irracionalidad de aquel conflicto tan terrible en el que los españoles se desangraban en las trincheras mientras las potencias, Alemania e Italia a un bando, la Unión Soviética al otro, Francia en una forma bastante más ecléctica, fogoneaban el conflicto aportando armas, instructores y “voluntarios” profesionales. Recuerdo que fijé una idea acerca de que los intereses económicos de las grandes naciones estaban muy por encima de lo que pudiera pasar en un conflicto radicado en un país de poca relevancia política en el concierto europeo. Además, me dije, eran aberraciones que sucedían en tiempos pretéritos.

Un invierno frío

Febrero de 2022, una Europa muy diferente a la de 1936, países que ya no existen y otros que se han transformado totalmente. Entre tanta evolución, algo que no cambia. Una guerra civil que ya lleva siete años en el margen oriental de Ucrania se convierte en una guerra convencional entre dos naciones europeas, Rusia y Ucrania. Desde 1945 no sucedía algo así. Sin embargo, aunque el armamento es muy diferente a aquel de ochenta años atrás, algunas cosas se parecen demasiado. Un campo de batalla donde ucranianos, soldados profesionales y ciudadanos en armas, se enfrentan al agresor ruso con el apoyo financiero, armamentístico, de inteligencia y mediático de casi toda la comunidad occidental, incluido Estados Unidos. Sin embargo, mientras esto sucede, mientras Alemania y Francia, por citar solo a los miembros fundadores de la hoy Unión Europea aportan cañones, municiones y sanciones comerciales en favor de Ucrania, no dejan de comprar cada minuto, cada hora, cada día, cantidades enormes de energía que viaja por los gasoductos que, partiendo de Rusia, atraviesan Ucrania y llegan a las cocinas, a las fábricas y a los radiadores de los ciudadanos europeos.

Esto es algo insólito que al ciudadano común no le rechina simplemente porque no piensa en ello. Todos hemos visto, a través de las redes, cómo se combate y muere en Ucrania. Las imágenes de los lugares en donde hubo lucha muestran carros calcinados, cadáveres de soldados y civiles, edificios bombardeados y destrucción por doquier. Todas evidencias de lo cruento de la lucha. Pero, pensemos un poco, pongamos algo de imaginación. Mientras los ucranianos se esfuerzan por destruir una columna de blindados arriesgando su vida, sus oficiales les indican que, por favor, tengan cuidado de no volar las instalaciones de los gasoductos. Más aún, quizás a algún voluntario ucraniano, algún joven estudiante de economía que espera en una trinchera el siguiente avance de los rusos, se le ocurra sugerir a su oficial al mando si no sería buena idea volar las instalaciones que transportan el gas ruso. Después de todo, dice él, es el enemigo, aquel al que hay que matar como sea. Por lo tanto, continúa argumentando, no estaría mal atacarlo en su principal arma, aquella con la que capta el dinero que luego usa para sostener la guerra contra su patria. El oficial le dice que no, que el asunto es más complicado, que los aliados europeos que le han suministrado las armas y los radares que ellos están usando en ese instante, y mientras dice esto le señala la Javelin antitanque con la que está armado nuestro soldado-economista, necesitan la energía rusa para que sus ciudadanos puedan seguir viviendo en forma confortable. Para tranquilizarlo, le dice que no se preocupe por la salud económica de Rusia. En tono paternal le explica que los países de la OTAN están colaborando también con sanciones económicas, financieras y comerciales que afectan duramente la economía rusa. El atribulado soldado, a esta altura tan desconcertado como el teniente Aldinger a las afueras de Madrid ochenta años atrás, se permite sugerir que quizás la mejor sanción sería dejar de sostener la economía de Putin cortando las importaciones de energía. Además de aclarar que él se ofrecería a colaborar volando los gasoductos que pasan cerca de su trinchera.

El canciller alemán ha sido claro. Más de una vez ha dicho que no puede prescindir de comprar el gas ruso. Pero a la vez interviene casi como un beligerante suministrando armas al ejército ucraniano. Alemania no es neutral. Ni en sus actos ni en su retórica. Pero a la vez sigue siendo cliente de Rusia, y Rusia sigue siendo proveedor de Alemania. Y podríamos extrapolar a otras naciones para encontrar el mismo sinsentido.

La guerra no es el War

Una guerra es algo terrible. Siempre ha habido guerras. Nunca desaparecen. ¿Por qué nos escandaliza tanto esta? Porque es en Europa y porque desde 1962 nunca estuvimos tan cerca de una crisis nuclear. Todas las guerras que ha habido todos estos años, digamos desde 1945 hasta el 24 de febrero pasado, han sido terribles. Con civiles muriendo, con violaciones, crímenes de guerra y dolor por doquier. Una guerra lleva a los individuos a actuar de una forma que rompe las normas de civilización más básicas. Nos gusta creer que las guerras se pelean respetando reglas casi de la caballería feudal. Guerras limpias le llaman, ataques quirúrgicos. Todo esto más o menos puede ser tragado por el ciudadano occidental cuando sucede en Asia o África, porque no lo vemos y porque no lo queremos ver. Pero desde ya que las barbaridades suceden allá como ahora en Ucrania. No se puede pedir a las personas que están enfrentadas a matar y morir que de un momento a otro se comporten como si estuvieran en un partido de rugby, con tercer tiempo incluido. Hemos visto mucha película ligera, romanticona, mucho héroe estilo “antihéroe”, resabiado por la vida, pero dispuesto a ser un caballero andante en medio del lodazal más inmundo.

Tenemos la guerra en la esquina, a media cuadra. Nos sorprendemos de ello. Se escucha una y otra vez, “que increíble, en pleno siglo XXI”. ¡Pero qué tendrá que ver que estemos en pleno siglo XXI! La guerra siempre ha sido una posibilidad latente, muchas veces llevada adelante en conflictos de baja intensidad o indirectos, los típicos de la Guerra Fría, pero guerra al fin. Hay quienes se sorprenden de que los rusos utilicen bombardeos indiscriminados, que sitien ciudades y usen el hambre como arma. ¿Pero qué tácticas usaron en Siria la década pasada? Cierto que aquel país está lejos y no conocemos a nadie que viva allí. Pero nada nuevo está sucediendo y nada que nos debiera sorprender si prestamos atención al pasado reciente.

En pleno siglo XXI ya no tiene sentido una guerra en Europa, dicen algunos. El comercio, las comunicaciones, la cultura, todos estos lazos interconectados impiden hoy un conflicto como antaño. Esta convicción da seguridad a quienes estamos lejos de lo militar, de los temas de defensa. Hasta miramos con un poco de sorna a aquellos que se dedican a tales asuntos, como si fueran modernos Quijotes, anacrónicos por demás, o incluso como parásitos, pues ya no es necesario defenderse de nadie. Ya todos somos buenos y las naciones solo quieren el bien para ellas y para las demás. Las sociedades maduras, y sus gobernantes electos, solo se han de preocupar por cuestiones vinculadas a la diversidad y la ecología. ¿Qué estará pensando Merkel desde su retiro providencial? ¿Qué pensará cuando analiza su alianza con los verdes que la llevó a erradicar las fuentes de energía nuclear entregando de facto Alemania a la dependencia energética del oso ruso? De paso, haciendo rico al gobierno de Putin y posibilitándole llevar sus políticas adelante, esas que hoy se señalan como agresivas y dañinas para el desarrollo de una Europa civilizada.

Una gran (des)ilusión

En la primera década del siglo XX Europa era muy diferente a la de hoy en día. O no tanto. En 1910 el mundo era próspero, aún no habían estallado las crisis periféricas de Marruecos o los Balcanes. La sociedad occidental disfrutaba del “fin de los tiempos”, de casi un siglo sin guerras mayores en territorio europeo, algo inédito en la historia de la humanidad. Norman Angell publicaba ese año La gran Ilusión, que se convirtió en lectura obligada en las universidades británicas. Grupos de estudio de universidades instaladas en ciudades industriales de toda Europa, las orbes más desarrolladas en aquel entonces, propagaban su mensaje. Políticos, como el vizconde de Esher, presidente del Comité de Guerra británico, pronunciaba conferencias en la Sorbona y Cambridge explicando al hilo del libro de Angell: “los nuevos factores económicos prueban claramente la locura de las guerras agresivas”. El argumento que utilizaba, según narra Barbara Tuchman en su excelente libro, Los cañones de agosto, era: “una guerra en el siglo XX sería de tal magnitud que sus inevitables consecuencias de desastre comercial, ruina financiera y sufrimientos individuales eran tan evidentes que la hacían completamente inconcebible”. Más aún, Tuchman recoge que lord Esher llegó a decir a los oficiales del Estado Mayor, que la guerra “se hacía más difícil e improbable cada día que pasaba”.

Las palabras de lord Esher no eran más que el reflejo de aquello que la sociedad deseaba creer. También de un cierto sentido común basado en el bienestar adquirido junto a períodos de paz plenos de lazos creados por el comercio entre las naciones, las relaciones culturales y las interrelaciones de todo tipo entre los ciudadanos de Europa. ¿Qué sentido tenía que alguien deseara la guerra? El problema estaba al este. En la muy joven Alemania, una potencia recién llegada a tal estatus, el Kaiser y sus clases dirigentes e intelectuales se sentían “cercadas” por el resto de las potencias, que, a su entender, no le daban el lugar que esta merecía en el concierto internacional. En parte esto era cierto, principalmente las acciones de Francia, la potencia continental de la época, que le cerraba la expansión comercial e industrial en el enorme mercado ruso. Obviamente, esto no justificaba una invasión y menos convertiría la agresión alemana a Francia de 1914 en una acción éticamente aceptable.

A modo de cierre

El notable desarrollo que ha tenido la sociedad occidental desde la segunda mitad del siglo XIX hasta nuestros días, incluso soportando los infiernos de las dos guerras mundiales, lleva al ciudadano a convencerse de que vive en un mundo seguro, ajeno a las crisis vitales en forma de guerras y epidemias que afectaban a sus antepasados. El impacto de la pandemia trajo inseguridades y miedos de una escala desconocida. Ahora llega la realidad de una guerra convencional en plena Europa, lo que por definición acerca al riesgo ya olvidado del holocausto nuclear. Pero como a todos nos acostumbramos, de a poco vamos prestando menos atención al día a día del conflicto y así desperdiciamos la oportunidad de reflexionar acerca de lo valioso que tenemos y que tan fácil es perder. Vivir siendo consciente de lo que pasa en el mundo, de lo que puede suceder y contra lo que tenemos que luchar a la vez que prepararnos para evitarlo, cada uno desde nuestro lugar, a veces de relevancia, a veces solo con la posibilidad de influir en el entorno cercano, es un mandato obligado.

Aunque puede parecer contradictorio, los que aman la paz y desean un mundo donde los hombres puedan vivir en concordia y armonía, deberían considerar el discurso que en 1978 el ruso Alexandr Solienitsin dio en la universidad de Harvard. Este poeta, historiador y premio Nobel de Literatura, pasó diez años preso en un Gulag de la Unión Soviética y luego fue exiliado acusado de traidor por denunciar la crueldad del sistema. Conocedor del peligro de renunciar a defenderse de las agresiones de los violentos, cerró su discurso con las siguientes palabras: “quien no está dispuesto internamente para la violencia es siempre más débil que quien la ejerce”.

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