Publicado en Revista Hacer Empresa
Una breve anécdota de la época napoleónica para ilustrar un mal que no solo ha aquejado al ejército francoespañol de comienzos del siglo XIX sino también a todo tipo de organización a lo largo de la historia.
A lo largo del último cuarto de siglo he dedicado gran parte de mi tiempo a dirigir sesiones, que no clases, a través del Método del Caso. En forma constante he podido constatar que la diferencia entre un directivo maduro y experiente con otro aún en proceso de formación reside en gran medida en un punto concreto. Se trata de que los segundos se sorprenden de una forma inimaginable de que las cuestiones personalísimas, como los miedos, las ambiciones, las agendas personales, en fin, lo que en definitiva afecta privadamente al decisor terminan siendo el principal motor en el proceso de toma de decisiones. Obviamente, esta sorpresa es casi inexistente en aquellos ya maduros. Que conste que me refiero a maduros desde el punto de vista profesional. Lo anterior vale pues la madurez profesional en lo directivo poco tiene que ver con la edad biológica, dicho esto no con fundamento teórico sino con el respaldo empírico que me ha dado esa invalorable tribuna que es un aula del Método del Caso.
¿A qué viene todo esto? A que un par de meses atrás escribí una columna para el diario El Observador en la cual narraba una situación histórica que terminaba utilizando como forma de ilustrar lo que denominé el síndrome Trafalgar. Esta vez el sorprendido fui yo, pues recibí un buen número de comentarios de lectores amigos, muchos de ellos antiguos alumnos de los programas del IEEM. La razón de sus comentarios, las mismas que expresé al principio. Sorpresa en los más inexpertos, comentarios de aprobación en los más fogueados. Evidentemente algunas de estas devoluciones dieron pie a interesantes ratos de charla, ayudados en parte por la disponibilidad de tiempo que se suele tener en los días de playa.
Por todo esto me ha parecido interesante ampliar lo que escribí dos meses atrás. En efecto, el síndrome Trafalgar no es algo nuevo. Los hombres, y sin ser machista permítanme afirmar que muchos más los hombres que las mujeres, sufren enormemente cuando son señalados como carentes de lo que en el momento, tiempo y circunstancia que les toca vivir se considera como signo de pertenencia y lealtad. He de reconocer que tiene sentido. Desde Judas Iscariote para acá, nada hay más despreciable en el imaginario popular que ser considerado un traidor. En realidad me quedo corto. Ya en las guerras médicas, no hace falta haber leído a Homero, alcanza con haber visto la película 300, el personaje más detestable no es otro que el espartano tullido que traiciona a Leónidas y los suyos señalando el camino secreto para que los persas rodeen el paso de las Termópilas. En definitiva, que ser traidor es algo que a nadie le gusta que le achaquen. Aunque uno no lo sea.
Cuando digo esto último me refiero a que, en ocasiones, antes que ser considerado como tal hasta incluso estamos dispuestos a traicionar nuestro propio pensamiento, nuestra conciencia, lo que en un momento concreto se nos aparece como lo que corresponde. Traduciéndolo a un silogismo básico, preferimos no ser señalados como traidores ante nuestro grupo de referencia, aunque tal cosa signifique convertirnos en traidores ante nosotros mismos.
Si bien alguien puede reflexionar que tal traición solo tiene un costo en nuestro fuero íntimo, que a lo sumo se paga con alguna tara psicológica que más temprano que tarde terminará en el diván de algún profesional, quizás se esté equivocando. Los costos pueden ser mucho mayores. Antes de seguir con mi argumento, invito a los lectores que hasta aquí me han seguido a que lean lo que sigue, un breve relato de los tiempos napoleónicos.
Villeneuve y el Emperador, una relación poco prometedora[1]
En octubre de 1805 Napoleón Bonaparte pasaba por un momento de gran bronca por la mala gestión de uno de sus subalternos. El almirante Villeneuve, comandante de la flota combinada francoespañola, había desperdiciado la oportunidad de copar el canal de la Mancha, condición imprescindible para que el emperador pudiera realizar su planificada invasión a Inglaterra. Villeneuve, vaya uno a saber por cuál motivo, decidió encerrarse en la bahía de Cádiz. Esta decisión posibilitó que el almirante Horatio Nelson lo bloqueara con la flota británica a su mando. Pese a que la invasión se había frustrado, Villeneuve no se encontraba en una situación despreciable. Con el invierno a la vista, el simple hecho de que su escuadra se mantuviera a resguardo en la bahía obligaba a Nelson a mantener sus barcos en alta mar sufriendo las inclemencias del duro clima. Villeneuve y sus almirantes tenían muy claro que aunque la flota inglesa era superior en capacidad combativa, que no en número, un largo período de exposición al clima invernal disminuiría su potencial militar. Nelson también veía esta desventaja, pero no tenía más remedio que mantenerse en el mar, aun a sabiendas de que a medida que pasase el tiempo su fuerza bélica decaería. Para el almirante francés la solución era muy clara. Alcanzaba con sentarse a esperar resguardados en la bahía mientras los británicos se desgastaban flotando y esperando.
Pero no todo era tan sencillo para el pobre Villeneuve. Pocos días antes, a través de una infidencia, se había enterado de que Napoleón había decidido relevarlo del cargo debido a su ineptitud. Este pequeño hecho superviniente echaba por tierra el plan de esperar. Lo que era un buen plan para la flota en su conjunto, se volvía una pésima alternativa personal para Villeneuve. Este concluyó que solo le quedaba una opción, sacar su flota al mar lo antes posible y apostar a una batalla decisiva, que aunque con probabilidades en contra, le permitía soñar con una victoria. Si así sucedía, estaba seguro de que Napoleón reconsideraría su dimisión. Sin embargo, a Villeneuve le quedaba un escollo nada sencillo de resolver. Los almirantes españoles no estaban dispuestos a perder la ventaja competitiva de la que gozaban. Imposible convencerlos con una lógica racional. Eran profesionales competentes y por lo tanto en un juego lógico nunca aceptarían el cambio de plan. Pero no solo se puede apelar a la racionalidad, también hay otros caminos. Y Villeneuve, inepto en el mar pero listo en conocer la naturaleza humana, jugó la carta de la falta de hombría de los españoles. Acusados los españoles de cobardía, aunque se daban cuenta de que salir a combatir era una reverenda estupidez, se vieron impelidos a defender su honra. Mejor muertos que tachados de cobardes. Así se plegaron al plan que le servía a Villeneuve y salieron a la mar.
Para la noche Nelson los había destrozado. Trafalgar pasaría a la memoria como la batalla naval más famosa de la historia de Inglaterra, con el añadido de la muerte heroica del almirante inglés mientras dirigía la batalla desde el puente de su buque. Más aún, a partir de ese momento Inglaterra se volvió dominadora absoluta de los mares, la libra esterlina pudo imponerse como el dólar de la época y el imperio español en América firmó su partida de defunción.
El síndrome Trafalgar ilustra una peste que infecta las organizaciones, sean estas del tipo que sea. Se lo encuentra cuando la organización, en sus equipos directivos, presiona para aceptar malas soluciones a través de apelar a valores imposibles de no apoyar. En el pasado pudo ser el honor o la valentía. Hoy esos valores ya no son tan utilizados. Pero lo son otros. Por ejemplo, en los partidos políticos es muy común hablar de lealtad o, de su opuesto, la traición. O no ser tan de izquierda, o tan de derecha, según donde se ubique uno. Y como ningún militante quiere que lo tilden de facho, si de un partido de izquierda se trata, o de bolche, si por el contrario nos encontramos a la derecha, los que dirigen se hacen una fiesta manipulando motivaciones intrínsecas muy arraigadas en el fuero más íntimo. En la empresa, este síndrome también dice presente. Malos jefes que no logran que los suyos los sigan a través del convencimiento, deciden seguir los pasos de Villeneuve. Utilizan argumentos del estilo “no tiene la camiseta puesta” o “no es fiel a la misión”, o lo que sea que se use a tales efectos.
Es muy peligroso este síndrome. Cuando desde la alta dirección no se lo combate a capa y espada termina destruyendo el pensamiento crítico, aptitud fundamental para que una organización, partido político, ONG o ejército, se mantenga dinámica y ágil para responder a los desafíos que el entorno le plantea. Al final, el mejor antídoto para sanar el síndrome Trafalgar lo encontramos en la frase evangélica, “por los frutos los conoceréis”. Hay que confiar menos en los que declaran la importancia de amar la bandera y más en los que trabajan duro y logran que la bandera flamee alta y vigorosa.
Algunas reflexiones adicionales
En el párrafo anterior finalizaba mi artículo de hace un par de meses. Si bien mantengo lo escrito, he de reconocer que algunos amigos me han hecho darme cuenta que dejé de señalar aspectos más dañinos de tal síndrome que merecen ser señalados.
En primer lugar, utilizando los personajes del drama narrado, es cierto que Villeneuve queda como el malo de la película. Ese manipulador que a través de hurgar en los sentimientos de sus subalternos intenta dar vuelta la mala fortuna que por ineptitud se ha ganado. Nada más lejos en estos párrafos que pretender mejorar el juicio sobre este y los muchos Villeneuves que rondan en nuestro mundo. Mas dejemos al almirante de lado, su miseria no justifica ni siquiera que sigamos dándole el protagonismo.
Observemos ahora a los almirantes españoles. Seguramente una primera lectura nos los mostró con un aire de hidalguía heroica, asumiendo un destino trágico, pero haciéndolo con hombría y dignidad. A la tumba sí, pero con coraje. Una segunda lectura, que he de reconocer que me la sugirió uno de esos antiguos alumnos que uno se pregunta si en el aula no debieron estar con la tiza en la mano, pasa por señalar que los españoles, por no ser tachados de cobardes, se convirtieron en traidores no solo a sus conciencias, a sus inteligencia acerca de lo que debían hacer desde un punto de vista profesional, sino también a sus subordinados, que sin comerla ni beberla terminaron con el fondo del Mediterráneo como tumba innominada.
Pues sí, a los oficiales españoles les faltó coraje. Coraje para defender sus ideas, para defender su papel en la vida, que no es el de lograr una muerte heroica sino lograr lo mejor para su nación. Fueron nombrados almirantes no para lucimiento personal sino para ser útiles a su nación… y a sus subordinados. Por esa falta de coraje fueron traidores a sus ideas, pero también, de alguna forma, fueron traidores a sus marineros. Pues ellos pagaron con su vida para salvar la dignidad de sus jefes[2].
De la misma forma hoy debemos estar atentos a que no nos pase lo mismo. Cuidado grande hemos de tener de escudarnos en que “no podemos crear mal ambiente”, y por eso consentimos con lo que es malo para la empresa donde trabajamos, el partido donde militamos o la entidad que sea en la cual nos comprometimos a servir. Mi amigo me hacía reflexionar cuán condescendiente somos con nosotros mismos cuando, escudándonos en un insano espíritu de cuerpo, somos traidores a nuestras ideas y a nuestros subordinados, sean empleados, militantes, seguidores o lo que sea. El precio lo pagamos cada uno de nosotros pues la conciencia no perdona, pero también lo pagan los que de nosotros dependen al embarcarlos en un sí cómplice que los arrastra con consecuencias que a veces ni se perciben, pero que igual existen.
Al final, aquella columna acerca de un síndrome que alertaba sobre la manipulación de ciertos sentimientos se ha convertido en un artículo sobre algo mucho más relevante, la lealtad con uno mismo y con aquellos que por elección, circunstancia o simple azar, dependen en su fortuna de lo que uno haga. Como escribir hace pensar, y vaya si lo hace, la memoria me ha traído a recuerdo el sabio consejo, no muy comprendido por mí en aquel momento, que hace ya más de treinta años me regaló, como al pasar, uno de mis primeros jefes: “Tenga cuidado de estar siempre haciéndole la vida sencilla a sus jefes, si actúa así, tarde o temprano hasta ellos mismos lo despreciarán… y el resto ni le digo”.
[1] A partir de aquí y hasta que en el texto se indique, se transcribe el artículo publicado en El Observador el 14 de diciembre bajo el título “El síndrome Trafalgar”.
[2] Conste que los almirantes españoles que dieron su vida en aquella batalla, con Churruca a la cabeza, merecen mi mayor elogio, a la vez que respeto enormemente su bravura. El uso que hago aquí de la forma en que decidieron no deja de estar forzado por la necesidad de mi argumento, a la vez que no puedo desconocer, ni el lector debería, el anacronismo de considerar la forma en que un militar español consideraba la honra y el buen nombre a comienzos del siglo XIX con los parámetros culturas del siglo XXI.
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