Publicado en Revista Hacer Empresa
Los rumores y los chismes mucho tienen de destructivos y nada útil de ellos se desprende. ¿Somos conscientes de cómo pueden afectar nuestras palabras a los demás? Un caso concreto para reflexionar.
Aunque contada de varias formas hay una anécdota que se atribuye al santo Cura de Ars con ocasión de recibir la confesión de una persona que se acusó de hablar mal injustamente acerca de otra. Ante el arrepentimiento del penitente el sacerdote le dio la absolución pero además le indicó que tomara un almohadón de plumas y que mientras caminaba por la calle principal del pueblo las fuera tirando una a una. También le dijo que cuando llegara al final de la larga calle volviera sobre sus pasos recogiendo cada una de las plumas asegurándose de que no quedara ni siquiera una sin ser recogida. Unas horas después la misma persona volvió al confesionario para contar al sacerdote lo ocurrido. Le explicó que la primera parte de la penitencia había sido muy sencilla de realizar pero que cuando volvió sobre sus pasos solo pudo hacerse de algunas plumas, pues muchas habían volado empujadas por el viento que cruzaba la calle. El sacerdote le dijo que así sucedía con las calumnias. Son llevadas por el viento dañando el nombre y el prestigio de una persona con la desgracia que aunque después se intente reparar el daño será imposible pues la mentira ha “volado” vaya uno saber adónde.
Esta anécdota la escuché hace varios años de alguien que no recuerdo. En la web se encuentra con mucha facilidad contada en diversos formatos si se toma el trabajo de colocar las palabras clave plumas+calumnias+cura de Ars. La recordé pues me hizo reflexionar acerca de algo muy común entre nosotros pero que quizás nos pasa desapercibido por lo usual que es. Me refiero a la ligereza con la que a veces lanzamos afirmaciones sobre cuestiones graves sin la más mínima idea del daño que podemos estar haciendo. La lamentable desaparición de la ginecóloga sucedida el 17 de mayo pasado es un buen ejemplo de lo que estoy diciendo.
Más allá de que a la fecha nada se sabe y que por lo tanto cualquier hipótesis puede ser verosímil, por eso mismo, porque nada se sabe y cualquier hipótesis puede llegar a ser cierta es que sorprende con la ligereza que se habla del tema. Así un periodista desliza teorías sin prueba, en cualquier lugar de trabajo se escuchan personas que afirman que se trata de una venganza por tal o cual motivo o en una reunión social alguien asegura tener la posta que de paso ensucia a un familiar, un amigo o el que tuvo la mala suerte de caer por la bola; un par de días después alguien que escuchó lo que dijeron en la radio lo mezcla con la mitad de lo que dijo otro en la oficina y con un poco de color destilado de algo que escuchó en no sabe dónde y así las plumas de la chismosa de Ars llegan a los confines de la República. Y como la vida sigue y las noticias, por más desgraciadas que sean, con el paso del tiempo dejan de serlo, a la desgracia de la familia que desespera ante la incertidumbre se agrega el dolor de enterarse de los mil y un rumores que enlodan el nombre de los involucrados. Quiera Dios que la doctora aparezca sana y salva. Pero si así no fuese lo peor sería que quedara irresuelto, pues además del daño en sí mismo las N hipótesis se mantendrán abiertas. Si se aclara, al menos, solo al menos, la familia se evitará cargar con las otras (N-1) que dejarán de ser chimentadas.
Este deporte nacional que a todos nos afecta puede encontrar un antídoto en un conjunto de buenas prácticas que si bien no van a tener el efecto de una vacuna que nos inmuniza sí al menos nos da la probabilidad de reducir el daño que podemos ocasionar con nuestras palabras. En primer lugar es importante ser conscientes de que tener poco que hacer y tiempo ocioso es fatal para este defecto. Por lo tanto, si usted quiere realmente evitar ser un chismoso, lo primero que debe hacer es encontrar cosas que le ocupen el tiempo, lo que en su lugar de trabajo y en su hogar se reduce a estar atento a ver qué más puede usted hacer por los demás en lugar de qué menos. A continuación conviene ejercitarse en algo viejo como la ruda: cuando se le ocurra decir algo, piense primero lo que va a decir. Piense quién lo está escuchando, piense si lo va a poder entender, piense si esa persona tiene un interés legítimo en eso que usted le va a comunicar, en fin, piense en las consecuencias de lo que va a salir de su boca. Tampoco está de más seguir la regla de oro, aquella que dice que lo importante es comportarse con los demás como usted desearía que se comportasen con usted.
Una adaptación de esta regla de oro a nuestro asunto sería: póngase en el lugar del aludido y juzgue si le gustaría que se dijese lo que usted está a punto de decir. Por último, nunca es excusa el tan manido, a mí me dijeron, o peor aún, lo vi en la tele. Que alguien, persona o institución, haya afirmado algo, no da patente de corso para repetirlo con la conciencia tranquila. Como mínimo haga el esfuerzo de chequear una segunda fuente, y si puede una tercera. Y el corolario que se desprende de todos estos pasos es que incluso aunque usted crea a conciencia que sabe lo que va a decir, que es cierto y que si usted fuera el aludido no le importaría que se dijese, pregúntese si es imprescindible abrir la boca. Verá que muchas veces no hace falta, ni el mundo se pierde nada debido a su silencio.
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