Publicado en Revista Hacer Empresa
Cuando la comprensión y el liberalismo no tienen cabida, cuando está en juego la decencia y el cuidado de nuestro entorno, cuando no queremos soportar malos hábitos, hacemos un llamado a la intolerancia.
Semana Santa de 1983
Un grupo de universitarios aprovecha el asueto para conocer Río de Janeiro. La visita a Maracaná no se hace esperar. No importaba el partido, se trataba de cumplir con la liturgia preceptiva de cualquier uruguayo futbolero. Eligieron lo que vendría a ser algo así como una platea. Las butacas de adelante que sobresalían por debajo de una tribuna alta permanecían vacías. Un lugareño los desestimuló a elegir esas ubicaciones. No entendieron la explicación pero sí el mensaje. A medida que la tribuna alta se llenaba lo comprendieron. Una cortina de “líquido” caía sobre las primeras filas en forma de pequeños chorros intermitentes. El olor no dejó duda de su origen. Los torcedores de arriba usaban el borde de su tribuna alta como orinal. Luego de terminado el partido, mientras salían junto con el resto de los asistentes por unas rampas circulares, notaron que uno sí y otro también se detenían a orinar contra las paredes. Nadie parecía inmutarse. Parecía que era lo más normal del mundo. La media docena de uruguayos en sus primeros veinte estaban acostumbrados a ir a la Amsterdam. Conocían los muy poco higiénicos sanitarios de esa tribuna. Pero hacer las necesidades sin inmutarse delante de todo el mundo les pareció un signo de decadencia que les pegó fuerte. En realidad les hizo sentir un profundo asco, y hasta un cierto sentido de superioridad.
Carnaval de 2014
Varios de aquellos universitarios hoy cincuentones comparten un asado y el viaje a Río sale a colación. Entre anécdotas de todo tipo alguien hace mención a lo que se acaba de narrar. Antes de que surja algún chiste o comentario menor vinculado al hecho, uno toma la palabra, “no sé si me estoy volviendo un cruzado, o si simplemente estoy viejo, pero me estoy hartando de ver aquella ordinariez hoy alrededor mío”. Contó que quince días atrás estaba arreglando algo en la puerta de su casa cuando vio que un hombre de unos veinte años, con aspecto razonable, dejaba caer a su lado la lata de la bebida que venía tomando. Le salió de adentro sin pensar, “¡qué hacés!, tiralo en un tacho”. Según narró, el aludido en principio puso cara de sorprendido y hasta ensayó un gesto de perdón, pero unos pasos más allá mutó su actitud y se acordó de su madre en forma poca respetuosa. Al domingo siguiente, observa que del auto que va delante sale volando una caja de cigarros estrujada. Unos metros después una mano femenina tira lo que vendría a ser el celofán que recubre usualmente las cajillas. En el semáforo ambos coches quedan alineados. Baja la ventanilla y se dirige a la conductora que en ese momento se apresta a prender un cigarrillo, una mujer en los cuarenta de aspecto clase media acomodada, “mejor no tires papeles a la calle, no cuesta nada”. La respuesta muy similar, cara de extrañeza, y unos segundos después mientras arrancaba, gesto de desprecio seguido de algo así como “viejo de m… ¿quién te crees que sos?”, y alguna cosa más que no entendió pero que no sonaba muy amigable. Pero la cosa no terminó ahí. “El sábado fui al hipódromo de Las Piedras. De repente estábamos comentando lo bien que había quedado y la sorpresa de ver que no había ni un papel tirado, cuando llegan tres hombre de unos treinta años, y como quién no quiere la cosa, uno de ellos tira al suelo el Colet que había estado bebiendo. Uno de mis amigos se acercó discretamente, lo recogió y lo tiró en un recipiente a tal fin que no estaba a más de diez pasos. Nadie dijo nada”.
Obviamente alguno de los presentes amagó con una chanza, pero antes de eso, otro que también había estado treinta años atrás en el Maracaná agarró la posta. “El martes pasado llegué a casa a eso de las ocho, aún había luz. No lo podía creer, me encontré con un tipo orinando en el murito de mi casa. Cuando lo increpé se dio vuelta lentamente y mientras se acomodaba el cierre ensayó una tímida disculpa sin mucho sentido de culpa, ‘perdoná flaco, no aguantaba más’, y así como así emprendió camino sin esperar respuesta”.
Reflexiones
Hasta acá las anécdotas. A partir de ahora les pido que me dejen hacer alguna reflexión. Que los que tenemos cincuenta estamos viendo alrededor nuestro las conductas ordinarias propias de pueblos faltos de cultura cívica que veíamos cuando íbamos de visita a otros países, no es ninguna novedad. Pero lo que sí vale la pena considerar es cómo hacer para tratar de revertir esta decadencia. Seguro que a alguien se le ocurre que hay que educar. Hecho. Pero todos los ejemplos son de gente madura, y casi ninguno parecía indigente. ¿Quién los va a educar? ¿Mandamos a la gente de nuevo a la escuela? ¿A cuál? ¿A la que cada marzo nos avergüenza con mil dilaciones para incumplir con sus deberes básicos? Hay que educar, pero hagamos algo más. Lo que falta es autoridad dirán otros, hay que reprimir. Sin lugar a dudas, pero ¿llamo al 911 para denunciar que están orinando en la puerta de mi casa? ¿Busco un inspector municipal para que aplique el Digesto a quien ensucia la vía pública? Seguro que habrá que reprimir, pero hagamos algo más. Nos falta el infaltable progresista comprometido que va a responder que hay que comprender. Comprender que las personas más necesitadas han sido postergadas injustamente, que las políticas neoliberales de los noventa destrozaron la sociedad, que más importante que la limpieza es la solidaridad. Concuerdo, en parte hay que comprender pues algunos de estos maleducados casi caen en la categoría de inimputables sociales. Pero con comprensión no revertimos nada. Mi propuesta, que seguro no soluciona todo pero al menos contribuye a reducir el daño pasa por ser un poco más intolerantes. Aunque suene poco correcto. Como mínimo, y salvando la integridad física, no aceptar pacíficamente que alguien tire algo delante nuestro innecesariamente, comenzando por nuestros hijos, los vecinos, los más cercanos, en la empresa. Un poco de control social. Que se empiece a ver que hay normas básicas de urbanidad que importan. Me dirán que es imposible, que los sectores de la sociedad más postergados ni se van a enterar. Puede ser al principio, pero si los que tienen más educación hacen un esfuerzo por no decaer en estos detalles, y no dejar que decaiga en sus círculos de referencia, de a poco se ganarán batallas, y algún día la guerra. Que de esta forma, gradual, indolora, hemos llegado a la triste situación en que nos encontramos.
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