Publicado en Revista Hacer Empresa
El nivel de exigencia en los detalles suele ser materia de disputa entre personas que tienen a su cargo la formación de otros. Ya sean profesores en la universidad o jefes con subordinados en etapa de formación, siempre hay dos tendencias bien delimitadas. Están aquellos que creen que parte fundamental de la formación se encuentra en que los alumnos cumplan con todo lo que se les pide, sin compensar el no hacer –o hacer mal– con el esfuerzo ostensiblemente realizado. Los que piensan así son los que ante un ejercicio de matemáticas, muy bien razonado, castigan duramente que se cometa un error final del estilo, “p = 220 en lugar de p = 220.000”, o “X > 4 en lugar de X< -4”. Ante la furia del alumno que se siente injustamente tratado, explican que no es sólo cuestión de razonar bien, demostrando que se “ha captado la idea”, sino que es vital entregar un resultado correcto, pues no es lo mismo que el precio que se presente en la licitación sea 220 por kilo que mil veces más. O que el campo de validez de un instrumento se resienta cuando la temperatura es mayor a cuatro grados, que afirmar que sucede cuando es inferior a menos cuatro. Los que están en el otro bando afirman que no se puede ser tan estricto con los pequeños errores, que todos nos equivocamos, que hay que ser tolerantes con el evaluado. En definitiva dicen “es obvio que se trató de un error de distracción, se olvidó de poner los tres ceros, se ve en el razonamiento” o “este examen no es para evaluar si sabe pasar el signo para el otro lado, es un error propio de la tensión, no es importante”. Y seguro tienen razón. Estos errores no implican desconocimiento o ignorancia de un tema central.
En el ambiente laboral, estos detalles pequeños también provocan diferentes reacciones cuando un subordinado joven “confunde el código de un producto, trabucando un par de caracteres, lo que hace que la factura por cobrar se salga del ciclo normal y haya que dedicarle tiempo extra para volver a enviarla al redil”. Unos le restarán importancia alegando que es un problema menor, una pequeña distracción, fruto de la falta de glamour de la tarea o de la distracción de la atención muy sobrecargada del novel empleado. Los otros argumentarán que la pequeña falta costó horas de trabajo y significó costos de oportunidad por no seguir un hábito de trabajo responsable, que pone el foco en lo que hay que hacer, sin importar si es muy o poco relevante.
Ahora, pensemos por un momento que más que simple profesores o jefes, estamos buscando elegir al médico que nos hará una intervención en una vista, o al penalista que nos defenderá en un accidente con heridos, o quizás simplemente al sanitario que nos hará la instalación de las cañerías en los baños que habremos de reciclar. En todos los casos, ni se nos ocurrirá compensar la falta de “exactitud” en los resultados con la “notable dedicación y entrega” del profesional o idóneo de turno. Entonces, si en esta situación estaríamos todos en un consenso absoluto, ¿cómo no lo estamos en lo anterior? O dicho de otra forma, si en cualquier cosa importante entendemos que lo que vale es el resultado y no el esfuerzo, pero en las etapas de formación, las pequeñas distracciones no deben ser castigadas, ¿cómo podemos formar a los jóvenes para que cuando llegue el momento de la verdad sí sean cuidadosos? ¿En cuál momento dejaremos de reconocerles el esfuerzo para empezar a exigirles el resultado?
Hace un tiempo, un colega recordó una anécdota de cuando cursaba su maestría en Inglaterra. Tenían que entregar un informe a una hora fija, digamos a las 12 del mediodía de un día viernes. La noche anterior, a última hora, cuando se preparaba a imprimir el trabajo, la computadora sufrió un desperfecto. Al llegar el día siguiente, al no haber podido repararla debió rehacer el trabajo en su totalidad, lo que implicó un esfuerzo enorme. Finalmente, a las cinco de la tarde de aquel viernes logró entregar la carpeta. Una semana después, cuando le entregaron las correcciones, enorme fue su sorpresa al descubrir que su trabajo había sido calificado con la peor nota debido a que fue entregado fuera de plazo. La protesta por la injusticia de la situación recibió una respuesta serena y contundente: “comprendo perfectamente que tenés que haber sufrido algún tipo de inconveniente de fuerza mayor, no lo dudo; el problema es que si tu fueras mi asistente y yo necesitara ese informe para tomarme un avión a París al mediodía del viernes pues el plazo para una licitación finalizaba ese mismo día… la utilidad de tu informe fuera de plazo hubiera sido nula, aunque tuvieras mil razones para haberlo traído tarde… hubiéramos quedado afuera, quizás la próxima vez debieras organizarte para hacer la impresión un par de noches antes”. La moraleja, muy simple. Imponderables siempre va a haber, solo que algunos toman más recaudos que otros para que estos no los afecten. Según mi colega, esta fue una de las experiencias más valiosas que vivió en su maestría. Se había acabado el tiempo de reconocer el esfuerzo, era hora de convertirse en un profesional.
Los pequeños detalles importan. No por manía, sino debido a que muchas veces esos errores insignificantes son los que impiden alcanzar un logro para el cual se ha hecho todo lo “grande” bien. Más aún, si se está en período de formación y realmente la tarea no es vital, también importan los detalles, pues el hábito de trabajar bien se logra desde lo poco, para un día llegar a lo mucho. Dirigir y educar tiene mucho en común, mucho más de lo que se piensa. Es cuestión de comprender la responsabilidad que como jefes –educadores– se tiene con esa función de desarrollar a los demás. Puede parecer que es una labor ingrata, nada agradecida, pero aunque así fuera, que no lo es, es lo que se debe hacer, y aunque tarde, la paga siempre llega. Siempre ha sido así, y no hay motivo para que deje de serlo.
Deja una respuesta