Publicado en Revista Hacer Empresa
Estoy muy contento, mis dos hijos van a hacer una pasantía en el exterior. Daniel va un semestre a una ONG en Guatemala. Marta logró que la aceptaran en una empresa tecnológica irlandesa. No me extraña, Danielito siempre ha mostrado una gran preocupación social. Marta es diferente, tiene una clara vocación empresarial. La semana pasada me contó que sueña con crear su propia empresa biotecnológica.
Te felicito, este país necesita gente joven con preocupación social, que esté dispuesta a hacer un gran esfuerzo para ayudar a los más necesitados. Si no hacemos algo pronto, la situación se volverá irreversible. En el cumpleaños de tu esposa conversé un rato con tu hija y me dejó una muy buena impresión. Chicas con esa responsabilidad son lo que faltan, que estén dispuestas a esforzarse y acabar con la pobreza.
Si, si, Martita es encantadora, pero me parece que te estás confundiendo. El que se quiere dedicar a lo social es Daniel. Marta es la que pretende…
¿Crear una empresa? Lo entendí bien. Daniel es el que desea acompañar en el dolor a los necesitados; el que está dispuesto a invertir sus mejores años en programas de ayuda en los barrios carenciados, conociendo de cerca la problemática social, en definitiva, haciendo el máximo esfuerzo por mitigar las consecuencias negativas de la injusticia social. Obviamente es un plan de vida muy loable. Por el contrario, Marta es la insensible, la competitiva que se mata estudiando en la universidad. La que sueña con crear una empresa clase mundial, que si triunfa va demandar un montón de empleos directos e indirectos, que en parte serán ocupados por personas que si ella no hiciera nada, engordarían las filas de los desamparados que Daniel tendría que acompañar. Como yo lo veo, si hubiera muchas Martas, serían necesarios muchos menos Danieles.
Obviamente se trata de un diálogo ficticio. Pero con palabras y circunstancias similares, lo que el mismo refleja no está tan lejos de lo que muchas personas piensan. A lo largo de la segunda mitad del siglo pasado creció una visión miope que limita el concepto de acción social a aquellos que intentan paliar las pésimas condiciones de vida de los más necesitados. Social es entonces, para los latinoamericanos, el esfuerzo por ayudar a los pobres, a los marginados. Pero tiene que ser una ayuda directa, que no actúa sobre las causas sino que ataca las consecuencias. Se acepta la connotación social para aquellos que dan alimento al que no lo tiene, meriendas a los niños que van a escuelas de barrios marginales, prendas y útiles escolares, programas de salud, tanto para los niños como para las madres. Aunque menos asistencialistas, también se acepta en la categoría social a los planes de complemento educacional o cursos de capacitación para aquellos que abandonaron la secundaria. Pero hasta ahí llegamos. Todo esto dicho sin poner la mínima duda en que todo esto es ayuda social, imprescindible bajo ciertas circunstancias, necesaria en otras, siempre elogiable y motivo de aplauso sincero.
Lo extraño es que hay otras acciones que no son vistas como “sociales” pero que tienen todo el derecho, ganado por mérito propio, de ser calificadas de esa forma. Qué más social que atacar las causas de los problemas sociales. Qué puede haber más “socialmente responsable” que crear puestos de trabajo, o mejorar la calidad de los existentes.
De la misma forma que en la medicina moderna no se discute que más vale prevenir que curar, es evidente que la creación de riqueza, la cual necesariamente genera trabajo, ya sea directo o indirecto, es la mejor forma de evitar la necesidad de “curar” las enfermedades originadas en la falta de oportunidades de ganarse la vida con el trabajo propio.
Es cierto que actualmente se acepta que el empresario es necesario. Esta verdad de Perogrullo, que hasta no hace muchos años era fuertemente cuestionada, ya no necesita argumentación que la defienda. Sin embargo, se la acepta pero sin dejar de considerarla un mal necesario. Hacer empresa no sería algo bueno en sí mismo, sino el camino menos malo que no hay forma de evitar. Esta tolerancia resignada conlleva el gran peligro de estigmatizar una actividad en sí misma noble, alejando de ella a muchos que no desean “mancharse”. Hay que militar contra esta idea. Es imprescindible ganar la batalla cultural (¿ideológica?) que recupere la consideración del empresario pujante como un actor social fundamental de la sociedad. Que se entienda que quien hace empresa no solo está construyendo algo para él y su familia. Su accionar empresarial esta posibilitando oportunidades de desarrollo individual, familiar y comunitario.
Es notorio que hay muchas personas bien intencionadas, motivadas por hacer algo por los más necesitados, por involucrarse en un proyecto país, por gastar su vida solidariamente, que destinan sus mejores esfuerzos en actividades sin fines de lucro, en ONG, en la política pública. Imaginemos si parte de esa energía se volcase en hacer empresas de verdad. Imaginemos si los más jóvenes, usualmente los más entusiastas para acometer empresas magnánimas, canalizaran toda su “bronca” en generar valor genuino.
Volviendo al diálogo ficticio del comienzo, ¿quién es más responsable en su época adolescente, estudiantil? ¿Lo es el que dedica su energía a militar por causas nobles, socialmente comprometidas o aquel que vuelca toda su fuerza en estudiar y prepararse al máximo para cuando le llegue el momento de asumir su responsabilidad constructora? Siempre serán necesarios los “médicos sociales”, lamentablemente siempre lo serán. Pero al menos podemos aspirar, y trabajar, para que el número de los que necesiten de ellos sea el menor posible.
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