Publicado en Café & Negocios
Y entonces –dije–, ¿de qué sirve aprender a hacerlo bien, si hacerlo bien es pesado y no hay problemas por hacerlo mal y, además, la paga es la misma?[1]
Si la afirmación de Huckleberry suena sensata imagine el lector cuán sensata sería si para el caso de hacerlo mal la paga fuera más alta. Esta columna pretende llamar la atención sobre un fenómeno que, aunque presente desde hace mucho tiempo, no deja de causar sorpresa y desánimo. Se trata de la existencia de estructuras formales que promueven comportamientos que no son deseados por nadie pero que sin embargo, a través de sistemas de premios y castigos implícitos, dan toda la impresión de que en realidad es lo que se desea. Podría tratarse de un caso de hipocresía colectiva o incluso de una epidemia de esquizofrenia. En realidad es algo mucho más simple, aunque a veces se convierta en un velo muy difícil de levantar.
A continuación se comentará un ejemplo sencillo y muy visible para cualquier observador atento. Continuamente se habla que los alumnos de entornos carenciados obtienen resultados académicos desastrosos. En la línea de lo que aquí se argumenta, si se trata de un comportamiento generalizado, la causa ha de hallarse en que hay incentivos para que así suceda. Una forma de descubrir estos sistemas de premios y castigos perversos es avanzar por el absurdo. Esto es, analizar las situaciones donde se dan resultados opuestos. A continuación veremos varias anécdotas que ayudarán a la argumentación final.
Durante varios años la Universidad de Montevideo organizó el Certamen de Decisiones Empresariales. Se trataba de un juego de simulación basado en algoritmos matemáticos que convocaba a alumnos de los dos últimos años de bachillerato. El premio mayor era una beca para ser usada en cualquiera de las carreras que se ofrecían en la propia UM. Lo que comenzó como una actividad algo tímida, convocando a alumnos de liceos de clase media acomodada, dio paso a una competencia multitudinaria con equipos representativos de todo el universo nacional. En las últimas ediciones, la mayoría de los equipos que llegaban a la ronda final estaban formados por alumnos provenientes de instituciones educativas del Estado o privadas de las zonas menos favorecidas económicamente. Esto parece haber sucedido en gran parte por el hecho de que el certamen era suficientemente complicado como para justificar el entrenamiento a lo largo del año. Dedicar varios meses en horarios extra clase exige incurrir en costos de oportunidad como menos tiempo dedicado a escuchar música, hacer menos deporte, menos horas de facebook o televisión, y hasta incluso algún que otro rato robado al sueño. ¿Qué hacía que los adolescentes provenientes de hogares menos favorecidos lograsen más éxitos? Sin lugar a dudas para ellos se trataba de un esfuerzo mas rentable pues el premio representaba un valor mucho mayor que para un chico proveniente de un hogar con mayores recursos. Ganar la beca podía significar el comienzo de una carrera profesional con ventajas impensadas en condiciones normales.
El segundo ejemplo también está relacionado con las carreras de grado de nuestra Universidad. Es el caso de una chica que accedió a una beca a la excelencia reservada para personas con escolaridad sobresaliente en el bachillerato. Para poder mantener los beneficios debía salvar los exámenes con un promedio de notas muy alto, lo que le exigía una dedicación al estudio por encima de lo normal. Aunque contaba con familiares que hubieran podido solventar la matrícula, prefirió luchar para sostener su descuento pues consideraba que el esfuerzo extra que hacía era “pago” a través de la beca.
Por último, nos trasladamos al Centro Educativo Los Pinos, una institución educativa muy querida por los antiguos alumnos del IEEM ubicada en San Martín y Capitán Tula. En una de las últimas ediciones nacionales de las Olimpiadas de Matemática, seis de los sesenta integrantes de la selección nacional eran niños que concurrían a escuelas del barrio Casavalle y que habían sido entrenados en Los Pinos. La ratio es impresionante. Un 10% de “todos” los niños clasificados provenían de uno de los barrios más conflictivos y con mayores problemas de delincuencia infantil, deserción escolar y carencias sociales básicas. ¿Cómo se explica? Otra vez lo mismo, no son ni más inteligentes –ni menos– que los de los otros barrios. Simplemente han encontrado un sentido por el cual luchar. Han encontrado estímulo e incentivo en una institución educativa que los quiere en serio. Un grupo de profesores que no se contenta con “ampararlos”, sino que desea que se conviertan en ciudadanos que se puedan valer por sí mismos. Así les exigen, les presentan retos. Y algunos responden, mientras que otros no. Pero los que han perseverado se vuelven ejemplo para los que vienen detrás, y comienza a alimentarse un nuevo sistema de incentivos, que muestra que es posible ir a más y que los premios son reales.
¿El común denominador? Incentivos correctos. Nada nuevo ni revolucionario, apenas una idea muy simple que hasta puede parecer ingenua: nada motiva más a un estudiante que el afán de logro, la sensación de estar construyendo algo a costa del sacrificio propio; cuando esto no se logra no hay que buscar la culpa en los estudiantes, mejor buscarla en sus responsables, los profesores. Para un docente, cada amanecer debería abrirse con la pregunta ¿qué haré hoy para despertar en mis estudiantes el interés por el estudio y el trabajo arduo?
El camino para salir adelante ya fue descubierto. Hay que darle un sentido al esfuerzo, al sacrificio. Dice Frankl, “…y yo me atrevería a decir que no hay nada en el mundo capaz de ayudarnos a sobrevivir, aun en las peores condiciones, como el hecho de saber que la vida tiene un sentido. Hay mucha sabiduría en Nietzsche cuando dice: ‘quien tiene un por qué para vivir puede soportar casi cualquier cómo’… Lo que el hombre realmente necesita no es vivir sin tensiones, sino esforzarse y luchar por una meta que le merezca la pena”[2].
Durante décadas hubo quienes han argumentado que “esto de los premios y castigos es poco solidario, egoísta, nada edificante”. Con vocabulario del siglo XXI hablaríamos de comportamientos socialmente poco responsables. Es posible que lo sean, pero contra la naturaleza humana no se puede. Cada vez que se hace ingeniería social contra ella, los resultados son tan o más desastrosos que los de nuestra educación pública. Cualquier mortal es capaz de hacer heroicidades que asombrarían a cualquiera. Esto está en potencia, forma parte de la naturaleza humana. Pero estos actos heroicos son eso: un acto heroico y por lo tanto extraordinario. Lo normal es que una persona actúe buscando su beneficio, lo cual no tiene por qué ser malo ni censurable. Por lo tanto, dado que las personas son inteligentes, aprenderán la forma en que se los premia y castiga y actuarán en consecuencia. Si las autoridades han caído en el error de no anticipar las consecuencias no deseadas de su sistema de incentivos, no es culpa del estudiante actuar en forma racional, es decir, en la forma que él entiende que es lo más conveniente, pues en caso contrario se preguntará lo mismo que Huckleberry 130 años atrás.
Estos argumentos no están basados en la teoría, que también les da sustento. Su fuerza y validez está en que se observa que funciona. Funcionó en el pasado; siempre, en Uruguay y en el resto del mundo. No hay que perder tanto tiempo descubriendo la rueda. Ya fue descubierta y se sabe la forma que tiene que tener para que ruede de la mejor forma posible.
[1] Huckleberry Finn, en la novela Las aventuras de Huckleberry Fin, Mark Twain, 1884.
[2] Frankl, Viktor (1946), El hombre en busca de sentido. Herder.1998. Barcelona. Págs. 147–148.
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