Publicado en Café & Negocios
Siempre me ha llamado la atención que tantas calles y plazas lleven el nombre de políticos e intelectuales mientras que casi no hay lugares públicos que honren la memoria de un empresario. Al fin y al cabo, lo que un político puede hacer desde su cargo electo o lo que un científico puede descubrir en su gabinete, está en gran medida condicionado por los recursos que a través de impuestos se le pueda extraer a los que producen. En otras palabras, detrás de las obras del político o de las innovaciones del académico, siempre ha habido un empresario que generó los recursos.
En una forma bastante simplificada, podemos dividir a los actores de la sociedad actual en tres grandes grupos: el sector público, el tercer sector y el sector empresarial o productivo –independientemente que la titularidad del capital sea pública o privada–. Es evidente que de estos tres, el único que genera valor, que crea riqueza, es el sector empresarial. Esto no va en detrimento de los otros dos sectores. Por definición, las administraciones públicas y las organizaciones sociales que conforman el tercer sector no dedican su esfuerzo a generar riqueza. Sus fines son otros, y está bien que así sea pues a lo que cualquiera de estos sectores apunta no puede, ni debe, ser suministrado por el sector empresarial. Si el único sector que genera riqueza es el empresarial, es fácil concluir que lo bueno que pueden llegar a hacer los gobiernos o las ONG, universidades, sindicatos y otras organizaciones del tercer sector está condicionado por el volumen de riqueza que generen las empresas. Por el absurdo, si el sector empresarial no generase valor alguno, una consecuencia inmediata sería el debilitamiento de los otros dos sectores.
Si los tres sectores son necesarios para la buena marcha de un país –nótese que no he hecho ningún esfuerzo en justificar a los otros dos sectores, su provecho se da por sentado–, es lógico que la configuración del futuro de la sociedad, la política en sentido amplio, requiera de la participación de representantes de cada uno de ellos. Sin embargo, es notorio que en nuestro país los empresarios tienen una participación muy escasa en la cosa pública. ¿Cuáles pueden ser las razones de esta anomalía? En principio parece haber un par de explicaciones predominantes.
En primer lugar, las empresas uruguayas generan muy pocos beneficios en términos absolutos. Si el aporte que se espera del sector empresarial es la creación de riqueza, cuanto más riqueza este cree, más legitimidad tendrá para opinar y hacerse escuchar. Por el contrario, si las empresas son relativamente pequeñas y sus beneficios modestos, el resto de los sectores no estará dispuesto a darles participación. Prueba de esto es que cuando aparecen inversiones extranjeras de volúmenes extraordinarios para lo que es el país, el peso que logran sus directivos llegado el momento de opinar e influir en lo que les interesa es notorio. Se los escucha no porque caen simpáticos, sino debido a que no hay más remedio, pues su aporte en riqueza es significativo y por lo tanto, en contrapartida adquieren “derechos” a hacer valer sus ideas.
Complementariamente con lo anterior, el hecho de que la gran mayoría de las empresas sean pequeñas hace que sus directivos, incluso los más altos cargos, no tengan más remedio que estar sumergidos el cien por ciento de su tiempo en la gestión del negocio. De esta forma, es casi imposible el desarrollo de dirigentes empresariales profesionales que dediquen parte importante de su jornada a actuar en las cámaras y asociaciones empresariales.
Un par de años atrás, un ex presidente, hoy fallecido, de una de las gremiales empresariales más importantes del país, me lo explicaba en palabras muy simples: “cuando nos reuníamos a discutir algún tema importante, yo tenía enfrente a miembros del gobierno, profesionales de la política por definición y a sindicalistas y representantes de otras organizaciones sociales, también dirigentes profesionales que se dedicaban totalmente a esa labor; y enfrente estaba yo, que entre reunión y reunión salía al pasillo, llamaba a la empresa y le recordaba de aquel cheque o de aquel otro pedido que había que enviar, y así mis colegas, apenas unos amateurs voluntariosos. Así es poco lo que se puede hacer”.
Es que el problema está en que al no contar con empresas fuertes, grandes, muy grandes, que generen mucha riqueza, se reduce peligrosamente la actuación del sector empresarial en la configuración de la cosa pública, del futuro del país, de las grandes políticas de desarrollo, en la discusión de los temas relevantes. Y el espacio que estas no ocupan es llenado subsidiariamente por dirigentes sociales y políticos profesionales, que además de lo que tienen que aportar por derecho propio, suplen en forma insuficiente lo que los empresarios no logran hacer. La conclusión es obvia, es necesario un sector empresarial que cumpla con su papel y para eso es condición imprescindible empresas nacionales grandes, rentables y pujantes. Quizás cuando esto sea así, se vuelva más común encontrar nombres de empresarios en las avenidas.
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