El costo y el precio no tienen relación alguna

Publicado en Revista Hacer Empresa


Al cliente no le interesa “cuánto valor destruye el vendedor” para servirlo, lo que le interesa es el valor que como cliente encuentra en el producto o servicio.

El costo y el precio no tienen relación alguna salvo que el primero sea una restricción al segundo. Esta afirmación suele generar reacciones muy diversas. Aquellas personas que están muy cerca del negocio, que acostumbran a tomar decisiones de precios en las cuales les va su ganancia, se sorprenden de que alguien pueda perder tiempo escribiendo algo tan trivial. Por el contrario, los que están lejos de las decisiones de precio, los que observan el negocio a través de sesudos modelos de compleja comprensión, reaccionan con algo similar a la indignación: ¡cómo puede afirmarse tamaña insensatez!

Nunca en la historia de la humanidad ha habido mortal que se preocupe del costo que le significa un bien o servicio llegado el momento de venderlo. Lo que realmente le preocupa es descubrir el valor que ese bien tiene para el cliente. Descubrir con la mayor exactitud el valor que su oferta tiene para el otro le da la posibilidad de cobrar la mayor cantidad posible. Una vez descubierto ese valor, y sólo en ese momento, el costo tendrá alguna utilidad: si lo que le cuesta a él producirlo es mayor que lo que el cliente está dispuesto a pagar, no habrá negocio. Esta realidad explica por qué tantos bienes y servicios no son “negocio” en algunos países. El valor que allí se le da al producto no logra superar la destrucción de valor (el costo) necesario para producirlo, y el negocio no se hace.

Un refresco de 285 ml comprado en un almacén no llega a costar 20 pesos. Pero ese mismo refresco un 2 de enero a la orilla del mar en La Olla no baja de 40 pesos. ¿Qué costo diferente tiene uno y otro producto? Ninguno. ¿Lo están robando? Para nada. Si no quiere pagar 40 pesos, levántese, póngase las ojotas para no quemarse los pies, camine a través de los cien metros de arena y médanos, atraviese la rambla y llegue al almacén más cercano. Pague 20 pesos, disfrute la bebida y con resignación emprenda el camino de vuelta, el cual seguramente lo dejará cansado, con más sed que antes y oteando en el horizonte con la esperanza de encontrar un vendedor ambulante que lo “robe” vendiéndole un refresco a 40 pesos. Muchas personas están dispuestas a pagar 40 pesos pues el valor que le dan a un refresco a la orilla del mar es bastante mayor que el costo que destruyen los 40 pesos. Quizás si el precio fuera 60 o 70, ya no lo harían, pero el secreto del vendedor está en encontrar ese valor “ideal”.

Años atrás una empresa muy importante realizó una gran inversión en un predio comprado para tal fin. Cuando estaba a punto de terminar la obra recibió la noticia de que por un error en los títulos de propiedad existía una probabilidad muy alta de que aunque había comprado el predio de buena fe, podía llegar a perderlo todo. Los directivos de la empresa estaban desesperados, la pérdida económica podía poner en riesgo la viabilidad de la empresa. Los asesores legales recomendaron que se hiciera una consulta a un profesional de gran prestigio para saber si se podía hacer algo que evitara tan grave contingencia. Para sorpresa de todos, 24 horas después de realizada la consulta llegó la respuesta tranquilizadora. Había una solución legal y estaba en manos de la empresa llevarla a cabo, con muy pocos costos y sin ningún riesgo.

Imaginen la euforia de los involucrados. Pero junto al informe venía la factura de los honorarios. La misma era por una cifra muy importante, enorme, pero que no llegaba ni al 3% de lo que podría haber sido la pérdida de perder el terreno y la construcción. Hubo quienes se molestaron que por “tan pocas horas de trabajo” el profesional cobrase tanto… pero ¿qué importa si a éste le cuesta pocas horas de esfuerzo o varias noche de insomnio?, ¿acaso si hubiese demandado quince días de duro análisis (de costo), el producto (el consejo profesional) hubiera tenido más valor para la empresa?

Pocos días atrás, un profesor del IESE que suele visitarnos todos los años narró algo que le había sucedido en su casa. Mientras esperaba a unos invitados a cenar se cortó la luz. Aunque excelente profesor e investigador, sus habilidades en arreglos domésticos rayan en la ignorancia total. Desesperado por no saber qué hacer y considerando que la cena era por motivo de un negocio importante, llamó a un servicio de urgencia para desperfectos domésticos. Pocos minutos después llego un electricista. Apenas entró en la casa, se dirigió al consternado profesor y le dijo: creo que puedo arreglárselo antes de que lleguen sus invitados, pero le va a salir 100 euros; si logro que la luz vuelva, ¿está dispuesto a pagármelos? La respuesta no se hizo esperar: sin ninguna duda, arréglelo que voy a buscar la billetera. El electricista fue hasta el tablero, levantó la llave del automático y ¡se hizo la luz! Más allá del muy comprensible sentimiento de humillación, el dueño de casa sacó un billete de cien, lo entregó y sólo atinó a decir: lo felicito, su trabajo valió el precio.

Esta regla de oro de la fijación de precios presenta excepciones. Cuando un producto está regulado, por ejemplo la leche fresca, el precio “aprobado” es un cierto margen sobre el costo completo. En estos casos, debido a que el Estado entiende que se trata de un bien de primera necesidad que no puede quedar librado a la libre competencia establece una norma que impide la libre fijación del precio. Esto pasa también en ocasión de monopolios de hecho concedidos a privados, por ejemplo peajes en rutas o concesiones de obligado uso. Por algo está previsto que en situaciones de emergencia –crisis, epidemias– los controles de precios sobre ciertos productos sean puestos en vigor. También sucede que cuando en un sector hay pocos competidores, no es extraño que fijen precios en función del costo para mantener una situación de “rentabilidad controlada”, para así desalentar el ingreso de un nuevo competidor.

En ocasiones, cuando se cotiza una licitación, se decide recostar el precio encima del costo debido a que hay gran temor a que la competencia ponga un precio inferior, pero en este caso lo que se está asumiendo es que el licitador no encontraría valor en un precio superior a la oferta más económica; lo que estaría diciendo que el comprador no percibe ningún valor extra, ninguna diferenciación valiosa en el producto eventualmente más caro.

Cuando una empresa, por el motivo que sea, carga con costos más altos que su competencia y estos no se reflejan en un producto o servicio de mayor valor para el cliente, no hay insensatez más grande que intentar trasladar ese costo extra al cliente. Al cliente no le interesa “cuánto valor destruye el vendedor” para servirlo, lo que le interesa es el valor que como cliente encuentra en el producto o servicio. Razonando, si se diera el caso que usted tiene en el estante un equipo ya discontinuado, obsoleto, que ha quedado allí debido a que no sabe muy bien qué hacer con él y de repente recibe un llamado de un cliente que le dice que necesita con urgencia exactamente eso, ¿qué precio le cobra? El producto ya está fuera de la lista de precios regular y debido a la política de depreciación de inventarios ha sido amortizado y su valor contable es cero.

Si usted es de los que creen que hay que fijar precios en función del costo debería cobrarle cero. Si no le cuesta nada, no cobra nada. Pero si usted es de los que están acostumbrados a ganarse la vida obteniendo resultados, intentará descubrir el valor que esa reliquia tiene para el cliente. Quizás descubra que la alternativa para el cliente es mandar a hacer uno a medida a un costo prohibitivo o importarlo especialmente dejando mientras tanto una línea de producción fuera de servicio. No quiere decir que le ponga un valor como si el mundo terminara mañana. Usted considerará quién es el cliente, la relación que mantiene con él, la proyección futura y mil factores más, pero al final, el valor para el cliente será lo relevante mientras que el costo, nulo en este caso, no será de ninguna forma parte del análisis.

La regla de oro no es más que el valor es para el cliente, el costo para el productor. No intente romperla, lleva varios miles de años vigente y seguirá por varios miles más.

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